LA BELLEZA DEL HACER

Catalina Mena Larraín
Santiago, 2014

En el escenario del arte chileno, Paula de Solminihac aparece como una figura muy activa, que se desplaza con destreza y libertad entre diversos contextos. La artista se desenvuelve simultáneamente en el ámbito de la producción de su obra, la docencia y la gestión cultural, estimulando intercambios productivos entre las distintas áreas. Su transitar está signado por una especie de alegre curiosidad, acompañada de una firme determinación. En todos sus movimientos, ella introduce la pregunta sobre el “cómo hacer” ( know how ), desplegando habilidad para recoger técnicas, ideas y procedimientos que, de inmediato, lleva a la práctica.

El interés de Paula de Solminihac por generar modelos colaborativos para pensar y producir desde el arte, encuentra en el ámbito de la educación su plataforma más propia. Como profesora universitaria ha dirigido talleres de escultura y cerámica en una de las principales escuelas de arte de Santiago de Chile y realizado desplazamientos de estas dinámicas de aprendizaje fuera del ámbito académico, para trabajar en investigaciones de campo con artesanos de distintos lugares del país.

En los últimos años la artista ha invertido gran parte de su energía en un proyecto pionero en el área de la educación municipal, llamado Nube. Se trata de talleres de arte para niños que facilitan herramientas de pensamiento creativo y codificación personal del mundo a través de la experimentación y el diálogo horizontal. Su postura plantea un cuestionamiento crítico frente al esquema mecanicista y jerárquico aún imperante en el patrón educativo chileno, que insiste en el traspaso unilateral de información ya envasada. Esta idea se replica también en el proceso de su propia obra, que consiste en instalaciones muy pulcras y elaboradas, para cuya realización congrega a equipos de asistentes que asumen diversas etapas de la manufactura, aportando ideas y soluciones que surgen de la instancia productiva.

Más que en el resultado visual de sus instalaciones, la obra de Paula de Solminihac concentra su energía en el proceso del hacer. Y ella lo confirma con diáfana modestia. “ Me gusta hacer por hacer. No me creo capaz de transformar nada ni de decir algo que sea importante y que no haya sido dicho anteriormente. Creo más en la acción, que desde el arte modela la realidad y la devuelve como obra. Por eso trabajo de manera directa sobre la vida cotidiana, en la observación y aceptación del tiempo”, dice.

Obra, entonces, de sustrato performativo: porque lo que se releva es el cuerpo de la artista en su ejercicio. El gesto que de Solminihac despliega consiste en archivar fragmentos de percepciones conceptuales y visuales para transferirlos y reorganizarlos en el espacio de la representación artística. La imagen de un observatorio astronómico en el norte de Chile; los sistemas combinatorios de números, letras o colores; las rutas que ella describe en sus recorridos domésticos; el agua que se estanca en los charcos; las flores endémicas que emergen de la tierra natal: son esos destellos de la biografía, esos momentos de contacto con fenómenos físicos y mentales que aparecen en su experiencia, los que ella recodifica y dispone en su obra, utilizando sin prejuicios muchos registros de lenguaje, en la medida que sean funcionales a la traducción de los estímulos recolectados. Fotografías, objetos, dibujos y muchos sistemas de codificación inventados que aluden a mapas y gráficos, operan como signos combinados para disparar relaciones que trasgreden las fronteras del pensamiento racional. De esta forma, sus montajes se leen como dispositivos poéticos de archivo y clasificación, donde los elementos se organizan en estructuras seriales, formando parte de un conjunto mayor.

El sello que identifica su trabajo es el uso de la cerámica, que llega a su obra como reapropiación contemporánea de una técnica ancestral. En su lógica interna, la cerámica sostiene una estrecha analogía con la práctica de fijar y archivar la experiencia. “Tuve un encuentro casual mientras estudiaba arte con la cerámica”, explica de Solminihac, “materia que encierra procedimientos muy particulares que son los que permiten moldear y dar forma a un trozo de barro para convertirlo para siempre, a través del fuego, en la forma deseada. Esos procedimientos se pueden resumir en dos momentos: lo crudo y lo cocido, que es también lo transitorio y lo definitivo, lo efímero y lo eterno de esta materia. Después me pude dar cuenta que dichos procedimientos yo los realizaba una y otra vez en mi vida cotidiana, tratando de conservar los instantes, haciendo un buen uso del tiempo, reiterando acciones que con su ritmo se convierten en hábitos que ritualizan el día a día y permiten así cuidar la frágil eternidad del instante vivido”.

II

El sustrato performativo que anima la obra de Paula de Solminihac se conecta, espontáneamente, con la sensibilidad del fallecido neurobiólogo Francisco Varela, uno de los más brillantes pensadores chilenos. Tras haber realizado investigaciones científicas decisivas en su campo disciplinar, hacia el final de su trayectoria Varela se comprometió radicalmente con la fenomenología, volcando todo su respeto hacia la experiencia inmediata y denunciando la estrechez del pensamiento científico tradicional, con sus “grillas” y modelos teóricos que, lejos de iluminar la realidad, la reducen.

Pocos meses antes de morir, en 2001, Varela fue entrevistado por el periodista y escritor Cristian Warnken en el programa de televisión chilena (hoy desaparecido) La Belleza de Pensar . Allí desplegó una actitud que rebasaba completamente los límites de la ciencia y que, sin duda, estaba impulsada por su proceso biográfico, marcado por la experiencia de la enfermedad y el repliegue de la atención sobre su propio cuerpo. “He aprendido a tener una especie de temor - temblor, un respeto de las tripas para arriba frente a lo que es el fenómeno del mundo, el aparecer de las cosas, aún de las más chicas, de las burbujitas del vaso y de lo que yo experimento frente a eso. Uno le hace un flaco servicio imponiéndole al fenómeno una grilla de lectura, una teoría. Es como empaquetar la belleza del mundo y venderla muy barata”, dijo.

Pero, lejos de oponerse a la mirada científica, Varela aclaró que su interés era llevar a un borde más radical la curiosidad del investigador, ya no solo como sujeto que observa desde un privilegiado resguardo, sino como cuerpo expuesto al mundo. Llamaba, así, a “escuchar” el fenómeno, a otorgarle “toda su voz”, y a revalorar el lugar del sujeto que le otorga sentido desde su corporalidad.

Esta postura reafirma la prevalencia del hacer por sobre el conocer: el know how , señala, es condición anterior al know what . Se trata de reposicionar la experiencia como condición primigenia de todo conocimiento, como espacio ineludible de elaboración pre- conceptual e instancia en la que el fenómeno (que constituye el foco de la investigación científica) se expresa en toda su inabarcable complejidad.

Tal como sucede en el proceso de obra de Paula de Solminihac, este reposicionamiento del know how se encuentra estrechamente ligado a la importancia de las relaciones colaborativas. “Mi mente es la otra mente”, dice Varela. “Es un error creer que la mente y la experiencia personal están escondidas en el cráneo. La investigación científica rompe a pedazos eso. Un cuerpo, según el cariño que reciba, es modificado genéticamente, hay genes que se abren y genes que se cierran, hay cambios estructurales a partir de la relación y eso se ha demostrado en bebés recién nacidos. Hay un poder biológico de la empatía. Se piensa que la educación se trata de desarrollar el pensamiento abstracto, pero, en realidad, una de las cosas más fundamentales es desarrollar la empatía”, afirma.

III

Como ejercicio de relación con el mundo, la experiencia se inscribe en un cuerpo localizado. En la obra de Paula de Solminihac, esto se manifiesta visualmente en un imaginario ligado al territorio, que es espacio cotidiano y, al mismo tiempo, paisaje cultural. La cerámica, hecha de tierra de arcilla, vehiculiza hacia su obra una potente carga de cultura originaria, como expresión profundamente arraigada en la tradición objetual latinoamericana y chilena. La tierra, como materia prima, es, en sí misma, apelación al lugar. No hay experiencia sin territorialidad.

Este signo local ilumina las posibilidades de tránsito de la obra en el circuito global. Dice Varela en su entrevista: “Mi lectura está marcada por la irrupción del pensamiento global, que cuestiona las ideas locales y valora solo lo que es internacional o exportable. Yo no soy anti mundialismo, pero creo que no se puede suspender la noción de lugar, que es constitutiva del ser humano. La tarea actual es crear un pensamiento que recobre la capacidad de tener un lugar de origen que no sea parroquial, que tenga una visión global, pero que esté conectado con la tierra y con la experiencia propia. Ese es mi actual proyecto cultural”.

La comprensión de la obra como experiencia es, precisamente, lo que permite que el trabajo de Paula de Solminihac atraviese distintos ámbitos conservando su particularidad. Se trata de participar de las conversaciones globales sin por ello perder la especificidad de la propia voz. Es la capacidad de mezclarse, relacionarse y transitar en los espacios del sistema del arte internacional sin someterse a los modelos estéticos que imponen y homogenizan tendencias y juicios de valor desde las vitrinas comerciales y culturales (ferias, bienales). Lo que su obra defiende no es un localismo folclorizante, sino, más simplemente, un transitar que está consciente del propio cuerpo, de la propia biografía, y que no se camufla ni se falsea para la mirada global.

La obra de de Solminihac, entonces, activa múltiples cruces, pero siempre habla “desde” su lugar, capitalizándolo como cifra de autenticidad. En el gesto de la artista, esta actitud se manifiesta también en su renuncia a elaborar un discurso explicativo, que podría interferir la “escucha” del fenómeno visual. Es el hacer como resistencia contra las garras de cualquier reduccionismo y afirmación del arte como instrumento que resignifica el mundo desde un lenguaje en permanente transformación.