Excavando en el sentido de la obra de Paula de Solminihac

José Roca


Un mapa es el dispositivo que nos ayuda a encontrar el rumbo en un territorio que desconocemos. Su grado de precisión varía, y mientras más detallado, más útil (a menos que corresponda exactamente al territorio, cubriéndolo por completo, como en el proverbial mapa de Borges). Pero ¿cuál es la utilidad de un mapa ficticio? ¿A donde nos lleva un mapa inventado, o de un territorio inexistente?

Un manual está concebido para guiarnos en un proceso; si seguimos los pasos necesarios y en el orden debido, lograremos un resultado determinado. Pero ¿qué pasa cuando seguimos al pie de la letra un manual inventado? Cuál es el resultado de un proceso absurdo que se ejecuta racionalmente?

Un arqueólogo procura inferir de los vestigios del pasado el posible uso y el contexto de los objetos que encuentra. ¿Cuanto tiene de ficción el resultado de este proceso interpretativo? ¿Cómo saber si efectivamente esos restos disminuidos y menoscabados, carcomidos por el tiempo y los elementos, cumplieron efectivamente esa función que les asignamos mirando a través de la bruma de los años? ¿Es el arqueólogo el gran fabulador de nuestro tiempo?

He seguido la obra de Paula de Solminihac por años, y aún no logro entenderla. Y tal vez sea allí en donde radica su fuerza: el arte más interesante guarda siempre un enigma, se resiste a la interpretación, sólo nos revela una superficie que se va develando en capas, reservando un núcleo denso e impenetrable que siempre deja las preguntas abiertas. Se trata de un cuerpo de obra siempre en proceso: aún las piezas terminadas -cabe recordar acá que Alfonso Reyes afirmaba que uno publicaba para no estar eternamente corrigiendo el manuscrito- son parte de algo que podría continuar (y de hecho a menudo la artista retoma piezas que ya han sido mostradas y las reelabora, desmembra y recombina en nuevos procesos). Sus exposiciones no deben diferenciarse mucho de su taller, puesto que la mayoría de las piezas están en constante devenir.


I. Mapa

Las operaciones escultóricas de Paula de Solminihac sugieren un orden alternativo a los procesos habituales en el arte -que consisten en tomar una materia informe y darle un orden, siguiendo una intención más o menos predeterminada. En su caso las matrices se confunden con las impresiones, los moldes con las piezas, los envoltorios con lo que contienen, la arcilla dentro de una tela con la tierra que la circunda cuando el paquete es enterrado. Todas se convierten en imagen, en un proceso de composición a partir de la descomposición (metafórica y literal) y de la posterior -y contingente- recomposición [1]. Acá cabe señalar la observación de Lévi-Strauss sobre la alfarería, que al crear el cuenco crea la necesidad de llenarlo: el vacío creado es lo útil, no el volumen y la vasija es el lugar de tránsito entre la comida y el cuerpo: “Al mismo tiempo que la función del fuego también se desdobla -para cocer los alimentos-, aparece finalmente una dialéctica de lo interno y lo externo, del afuera y del adentro: congruente con los excrementos contenidos en el cuerpo,”dice Lévi-Strauss, “la arcilla sirve para trabajar las vasijas conteniendo una comida que será contenida en el cuerpo antes de que éste deje de ser, al hacer sus necesidades, el continente de los excrementos” Algunas de las herramientas de Paula de Solminihac en sus operaciones de transmutación de la materia: el patrón (que cartografía la posición relativa de los elementos de una situación dada; el molde (que contiene y da forma, pero que es en sí mismo forma); la fotografía (que invierte, dándole forma al fondo y viceversa), el dibujo (que en ocasiones hace visible los intersticios entre las palabras), y múltiples permutaciones y combinaciones de los anteriores. Y sus procesos: coser, trazar, envolver, enterrar, desenvolver, catalogar, agrupar, arrumar, desparramar, deformar… todo un catálogo de verbos que van señalando igual número de estados provisionales de la materia -y en consecuencia de la obra/proceso.


II. Manual

“Lo primero es convencer a la gente de seguirme el cuento: el señor a cargo del vivero, la estudiante que fue todos los días a grabar la misma escena, los ayudantes del taller. Luego viene la historia de este ‘romance’ de los dos árboles que se necesitan para dar frutos. Cuando niña, mi abuela me contó que para que los paltos dieran fruto se necesitaba que hubiera al menos dos, para que se polinizaran mutuamente, y esa historia siempre me quedó grabada.
Las macetas las hicimos de trozos restantes de distintas telas y usando como modelo una vasijita que había estado experimentando abrir, todavía cruda, con barro líquido que metía dentro (quedó como una flor vieja metida dentro de un herbario). Ese fue el primer ejercicio de aumento de escala. Los cerezos quedaron ahí, en el patio del taller, pololeando, mientras avanzaba con el resto.

No me acuerdo cómo llegó la forma de la Victoria a mi cabeza (en general nunca sé exactamente de donde parten las cosas) pero tal vez fue en Santa Marta leyendo El Río de Wade Davis (que es este antropólogo que exploró el Amazonas estudiando las plantas y la gente). Me pareció increíble que la estructura de una Victoria Regia, que es como un loto gigante típico de la Amazonia, pudiera hacerla sostener niños (…) Ahí pensé hacer esta suerte de flor, que apareciera su centro misteriosamente producto de una acción repetitiva, dar vueltas y vueltas con un material descartado, que da como resultado esa forma viva, latente. Y como es medio flor y tiene esa forma respingona al centro, pensé que quedaría muy bien si en el momento de la muestra -cuando la maceta ya no va a funcionar como tal, sino como vestigio de otro momento, o como desecho- pudiera pololear en una postura un poco mas erótica con la maceta desechada, una sería cóncava y la otra convexa, positivo y negativo…

Por otra parte la maceta fue maceta hasta que los cerezos botaron su última hoja. Ese día los saque y reubiqué y las macetas las llevé al estudio de un fotógrafo para que las retratara abiertas, como habían quedado después de 5 meses. Invertí esas fotos en photoshop y lo blanco se pone negro y lo negro blanco. El resultado de eso son imágenes que parecen noches estrelladas o espaciales, pero antiguas (que es lo que me encantaba cuando hice las primeras: que los hongos y su mundo sub-terra se convirtieran en algo cósmico).

Luego convertí en bultos esas fotos, igual como lo que hice en mi proyecto de Galápagos, y ahora hay que esperar de nuevo su periodo de hibernación. Luego solo queda abrir y montar.
Por otra parte están las hojas que fui guardando mientras se caían: ahora las estoy amarrando y bañando en cera de abeja para hacer una versión de un herbario pero que tiene la forma de una vaina grande, como un tótem. Quiero que esté abierta en su punto medio y tironeada para lado y lado, como esa pintura de Rembrandt con un animal abierto, el buey desollado. Y luego están esas otras obras, que no tienen una relación directa con los cerezos, que hice en el largo tiempo de espera, como la mítica tejedora.

El collar es una secuencia de cuencos y bultos de cerámica, heredero de la ‘boa’ que hice en Quito, pero de nueve metros. Quiero colgarlo a los tres metros y luego que termine desparramado en el suelo sin distinguir principio ni fin. La obra de las orillas sale del proceso de una obra previa, son los bordes descartados de los papeles de cerámica que había estado haciendo los años anteriores (cuando los hago, hago una masa plana, corto el rectángulo que necesito y antes los descartes los volvía a hacer masa pero después me pareció divertido usarlos mas arrojadamente para hacer formas arbitrarias). Ahora lo que hago es un dibujo de líneas curvas (que se parecen mucho a las ondas de agua que se hacían sobre el río de Subachoque en Colombia, que fotografié mucho) y sobre los papeles voy arrojando estos restos; con esas orillas hice una suerte de camino que irá al suelo.

Imaginé también que podía presentar los baldes en donde he estado reciclando toda la arcilla vieja (que cruda siempre es barro útil) y que ahora usé para reciclar unas viejas tizas de barro que hice por mil en el 2012 y nunca usé. Imaginé que podía convertirlos en telas redondas para que se derritieran un poco en la humedad y pudieran formar ruedas cromáticas parecidas a la Rueda Alquímica con que empecé en 2014 el proyecto en Colombia buscando el Opus Nigrum” … [2]


III. Vestigio

“Un diccionario comienza cuando cesa de dar el significado de las palabras y muestra en cambio para qué sirven. Por lo tanto informe”, escribió George Bataille, “no es sólo un adjetivo con un significado concreto, sino también un término que sirve para degradar, generalmente exigiendo que cada cosa tenga forma propia. Lo que informe designa no tiene derechos de ningún tipo y queda aplastado por todas partes, como una araña o un gusano. De hecho, para que los académicos estén contentos, el universo tendría que tener forma. Toda la filosofía tiene esta meta: es cuestión de darle un abrigo a lo que existe, un abrigo matemático. Por otra parte, afirmar que el universo no se parece a nada y no es sino informe es lo mismo que decir que el universo es como una araña o un escupitajo.”

Usualmente las cosas están hechas para perdurar -aunque, ontológicamente, todo tiende a la entropía. Los sistemas no vivos tienden hacia el desorden; si los dejamos aislados se degenerarán, convirtiéndose en una masa inerte, informe [3]. Consecuentemente, tomamos medidas para evitarlo: el barro se cuece, el muro se revoca y se pinta, la madera se laca, los objetos son atendidos, limpiados, reparados. La ruina y la descomposición, que son los efectos del tiempo y el descuido en ellos, son efectos involuntarios, resultado de la incapacidad o imposibilidad de mantenerlos en el estado deseado. En el arte las pinturas se enmarcan, los dibujos se protegen bajo vidrio, el carboncillo y el pastel se fijan, la escultura se pone en un pedestal (aún hoy, en un tiempo post-Brancusi y de escultura en el campo expandido, el protocolo museológico separa los objetos del suelo, los aísla, los protege). Descomposición es el nombre que le damos al estado de la materia en donde pierde su entidad reconocible. Si estaba compuesta de una cierta manera para conformar algo, su des-composición la reduce a sus componentes primarios, o a lo que queda de ellos luego de degenerar en otra cosa más elemental: ¿qué nombre le daremos a una descomposición voluntaria? ¿podríamos plantear una estética de la entropía, una estética del desorden, una estética del proceso?

De los detritos y vestigios se puede siempre inferir algo: una marca oscura y circular en el mantel nos permite deducir que alguien tomó un café, tal vez con mano temblorosa; es posible que su angustia le hiciera perder de vista el plato donde debía dejarla luego del primer sorbo. Al ojo perceptivo, la huella en la arena le permite entender si se trata de un niño o de un hombre, saber si era pesado o liviano, si corría o caminaba… el índice es un signo que representa una relación de continuidad con el objeto que representa. Pero hay índices diáfanos y otros más crípticos. Los trazos indiciales son característicos en el trabajo de Paula de Solminihac, pero son complejos de leer. En consecuencia, aventuramos analogías con lo que nos es familiar: mapas o cartografías celestes, excavaciones arqueológicas o exhumaciones forenses, collares precolombinos, redes, ramas, flores, hojas. El proceso de enterrar para luego exhumar es usado por Paula de Solminihac para borrar las fronteras entre material y obra, entre proceso de creación y proceso de destrucción, generando objetos que se sitúan siempre en un estado intermedio entre la forma y lo que carece de ella. Dado el interés de Paula de Solminihac en lo informe , el paso siguiente, apelar a la figura del invunche tiene mucho sentido. La palabra proviene de la mitología Mapuche en donde significa “persona deforme” o “persona pequeña”, y es usada en Chile para denominar algo monstruoso o para referirse a un lío, algo imposible de resolver. Ambas acepciones son pertinentes para los bultos que construye Paula de Solminihac, que semejan cuerpos de niños envueltos en su mortaja, y que, como momias, entierra en el suelo para someterlos a un proceso natural de descomposición, de volverse uno con la tierra de la cual partieron. En el texto que define los lineamientos conceptuales de un taller que se realizó en el contexto de la Trienal de Chile en 2009, la artista hace hincapié en la importancia de mantener esta fluidez en los límites de la materia: “Lo comentado anteriormente sobre la vulnerabilidad de los límites nos lleva a pensar si en nuestra producción no nos sería más útil que la arcilla no fuera sometida nunca al proceso de cocción que la define para siempre. Así, el barro sin cocer podría servirnos como una marca que señale cierta orientación: coordenadas que hacen lugar donde antes era la nada. Como dice el poema del Tao Te King, modelar el barro para dar forma al vacío que le otorga utilidad haciendo provechoso el accidente. La pieza cruda que se deshace en contacto con el agua convirtiéndose en la materia informe original, constituye una respuesta posible: los límites por los cuales nos preguntamos y nos afanamos en marcar, serán siempre líneas que se desharán. Posiblemente por ello es que los resultados del taller no lleguen nunca al sometimiento del fuego, para ‘dar valor a la retención, es decir, a la permanencia en el universo de la humedad’ [4].



[1] “Mi obra consiste básicamente en la presentación de los procedimientos que suceden en la producción de una obra, desde su inicio como idea, su paso por el dibujo como el trazado o el anteproyecto, su concreción en una ‘obra’, y su posterior documentación mediante la fotografía y el texto que la acompaña. Mi intención es mostrar todas esas transformaciones que ocurren entre un cuerpo y su archivo, entre un cuerpo y su álbum familiar, entre la cosa y su palabra, entre la comida y su receta, como partes integrantes de la obra y no como elementos secundarios que sólo existen alrededor de ella”. Paula de Solminihac, texto enviado al autor.

[2] Paula de Solminihac, en conversación por correo electrónico con el autor, 2017.

[3] “Estamos por enteros hechos de pedazos, y nuestra contextura es tan informe y variada que cada pieza, cada momento, desempeña su papel. Y la diferencia que hay entre nosotros y nosotros mismos es tanta como la que hay entre nosotros y los demás”. Michel de Montaigne, Ensayos, libro II, La Inconsistencia de nuestras acciones. Enviado por la artista al autor.

[4] Paula de Solminihac, La cruz marca el lugar, texto enviado al autor.